El silencio de María Cap. 4-2: Travesía

2.Travesía
A mí siempre me ha chocado un fenómeno extraño que se esconde y se vislumbra detrás de las líneas evangélicas: el trato de Jesús con su Madre. Ese trato no es como el de los demás hijos con sus respectivas mamás.

Siempre que aparece María en los evangelios, Jesús toma respecto de ella, al parecer deliberadamente, una actitud fría y distante. Detrás de esa actitud se esconde un profundísimo misterio que vamos a tratar de desvelar aquí. Fue una pedagogía.
Es inútil alterar el significado de las palabras mediante interpretaciones forzadas a fin de suavizar la dimensión real de la dureza de algunas expresiones evangélicas. Jesús no era un hijo ingrato. ¿Por qué se comporta así?

María, tal como aparece en los evangelios, es la suprema expresión de delicadeza y bondad. No se merecía aquel tratamiento. ¿Por qué sucede todo esto?
Aquí palpita una densa teología con la que el mensaje evangélico adquiere una profundidad insospechada. Y en ese contexto, el comportamiento de la Madre es de tal grandeza que uno queda simplemente mudo de asombro por esta mujer incomparable.

La carne no vale para nada (Jn 6,63)
Jesucristo había venido para transformarlo todo. Había venido para sacar a los hombres de la órbita de la carne y colocarlos en la órbita del espíritu. Con su llegada habrían de caducar todos los lazos de consanguinidad y habrían de establecerse las fronteras del espíritu, dentro de las cuales Dios sería padre de todos nosotros y todos nosotros seríamos hermanos unos para otros (Mt 23,8).

Mucho más todavía: para todos los que asumen radicalmente la voluntad del Padre, Dios se constituye en padre, madre, esposa, hermano... (Mt 12,50; Lc 8,21). Todo lo humano sería asumido, no suprimido. Todo sería sublimado, no destruido. Fue la revolución del espíritu.

Toda realidad humana se mueve en órbitas cerradas, y Jesucristo había venido para abrir al hombre hacia horizontes ilimitados. Así, por ejemplo, la paternidad, la maternidad, el hogar, el amor humano, se desenvuelven en círculos cerrados, y Jesucristo quería abrir esas realidades hacia el amor perfecto, hacia la universalidad paterna, materna, fraterna... En una palabra, había venido para implantar la esfera del Espíritu.

Jesús, El mismo, fue consecuente con sus principios. Llegada la hora señalada por su Padre, sale de su esfera familiar de Nazaret. Y su tendencia permanente es alejarse de lo que llamaríamos clan, familia, provincia. Sale y actúa primero en Galilea, luego en Samaría, más tarde en Judea, cada vez más lejos de su núcleo familiar. Y, al parecer, no quería regresar a su aldea.

La intuición y la experiencia le habían llevado a la conclusión siguiente: allá donde se han establecido con el profeta las relaciones de parentesco o de vecindario, siempre lo mirarán con ojos de carne, habrá curiosidad por él pero no fe, y se malogrará todo el fruto de la siembra porque un profeta «sólo en su tierra, entre sus parientes y en su propia casa carece de prestigio» (Me 6,5; Mt 13,57). Realmente, «la carne no vale para nada» (Jn 6,63).

Según los evangelios, Jesús se llevó una amarga desilusión en su propio pueblo y entre sus parientes. Las palabras de Marcos son sorprendentes: «Y se extrañó de su incredulidad [parientes y paisanos]» (Me 6,6). «Y no quiso hacer milagros allí» (Mt 13,58).

Los textos evangélicos avanzan invariablemente en el mismo sentido, levantando a los hombres desde sus estrechos márgenes humanos hacia cumbres elevadas. Si saludáis tan sólo a vuestros hermanos, ¿en qué os diferenciáis de los paganos? (Mt 5,47). 

Todo aquel que en mi nombre abandona casas, padres o hermanos, conocerá la libertad y la plenitud (Mt 19,29). ¿Queréis ser discípulos míos? Si no sois capaces de inmolar por mí realidades muy queridas como esposa, hermanos, hijos, no podréis pertenecer a mis filas.

 ¿Creéis que he venido a traer la paz?  Vine a traer espada y a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre (Mt 10,35). Es preciso nacer. Lo que nace de la carne, carne es; y, en su ciclo biológico, acaba y se descompone. Lo que nace del espíritu es inmortal como el mismo Dios (Jn 3,1-10). Por esta línea va la explicación profunda de la actitud fría de Jesús para con su Madre, actitud que, por otra parte, tiene un carácter estrictamente pedagógico.
 
Después de su resurrección, Jesucristo establecerá el Reino del Espíritu: la Iglesia. Lo cual no es una institución humana, sino una comunidad de hombres que nacieron, no del deseo de la carne o de la sangre, sino de Dios mismo (Jn 1,13). Es un pueblo de hijos de Dios, nacidos del Espíritu.

En Pentecostés habrá, pues, un nuevo nacimiento. Por segunda vez va a nacer Jesús, pero esta vez no según la carne como en Belén, sino según el espíritu. No hay nacimiento sin madre. Si el nacimiento era espiritual, la madre tendría que ser espiritual. La madre, humanamente, es una realidad dulce. Esa dulce realidad tendría que morir, en una evolución transformante, porque para todo nacer hay un morir.

María, pues, tendría que hacer una travesía. De alguna manera, tendría que olvidarse de que era Madre según la carne. Su comportamiento, mejor, la mutua relación entre Madre e Hijo, tendría que desenvolverse como si los dos fuesen extraños el uno para el otro.

En una palabra, también María tendría que salirse de la órbita materna, cerrada en sí misma —la esfera de la carne— y tendría que entrar en la esfera de la fe. Y todo esto porque Cristo necesitaba de una madre en el espíritu, para su segundo nacimiento en Pentecostés. La Iglesia es la prolongación viviente de Jesucristo, proyectado y derramado a lo largo de la historia.

Y así Jesús adopta una singular pedagogía y somete a su Madre a un proceso de transformación; y toda transformación es dolorosa.
Desde la época pre-adolescente —era casi un niño todavía—, necesitado de atención y cuidados matemos, Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María, entra resueltamente en la fría región de la soledad humana, se desprende del árbol, se declara exclusivamente Hijo de Dios, desestima la preocupación materna y viene a decir, sin decirlo, que la carne no vale para nada. Fue un golpe inesperado que desconcertó profunda y dolorosamente a la Madre.

Ella quedó en silencio, pensando (Lc 2,46-51).
Aquí se desmorona la dulzura materna y Jesús declara, con otras palabras, que sólo Dios es importante, que sólo Dios vale, que sólo Dios es dulzura y ternura. Y en un ambiente tenso proclama desde ahora y para siempre la indiscutible supremacía y exclusividad del Señor Dios Padre, por encima de todas las realidades humanas y terrenas. Jesús recoge aquí la vía áspera y solitaria de los grandes profetas: sólo Dios.

Luego Jesús manifiesta repetidamente no querer aceptar cuidados ni afectos maternos (Me 3,20-35). Si María quiere seguir en comunión con Jesús de Nazaret, no lo será en calidad de madre humana, sino que tendrá que entrar en una nueva relación de fe y espíritu. Aquello de la «espada», ¿no haría referencia a estos aspectos?

Y así, a través de diferentes escenas que fueron golpes psicológicos, Jesús fue llevando a María por esta travesía dolorosa y desconcertante, aunque transformante, hasta que el día de Pentecostés, en el «piso alto» de la casa de Jerusalén (He 1,13) allá está la Madre presidiendo el grupo de los comprometidos, que esperan la llegada del Espíritu, que —con María y en María— dará luz por segunda vez y esta vez en el Espíritu, a Jesucristo. Nació la Santa Iglesia de Dios y nació, por obra del Espíritu Santo, de María Virgen.

Ya para este momento, María había completado su itinerario pascual, había realizado la nueva gestación espiritual y ahora, de nuevo, era La Madre, Madre en la fe y el Espíritu, Madre Universal, Madre de la Iglesia, Madre de la Humanidad y de la Historia.

Conflicto no, pedagogía sí
Las relaciones entre María y Jesús no se desenvuelven al modo normal de cualquier madre con su hijo. En el caso presente es el Niño y no la Madre quien toma la iniciativa y determina el género de las relaciones mutuas, y eso casi desde el principio. Mateo, en su relato de la infancia, en cinco diferentes oportunidades trae la significativa expresión «el Niño y su Madre». No es normal. Los evangelios se preocupan de transmitirnos, no lo normal en las relaciones de una madre con su niño, sino lo que había de extraordinario y hasta de extraño.

En el caso de María, la maternidad no fue una realidad gozosa y exenta de conflictos. María fue la Madre Dolorosa, desde el día de la anunciación, y no tan sólo al pie de la cruz. La distancia que sentimos entre Jesús y María no fue una distancia psicológica, sino de otro género y muy misteriosa. La Madre no entendía algunas expresiones de o sobre Jesús, sentía extrañeza por otras. Aquella «espada» debió quedar colgada sobre su alma, como un enigma amenazador. Tuvo que huir al extranjero.

Perdió al Niño, o mejor, el Niño se le extravió voluntariamente, se evadió de su tutela. Un buen día, el Hijo Adulto se le alejó definitivamente. Otro día, este Hijo desapareció, devorado por las llamas de un desastre, en el Calvario.

Todo un conjunto encadenado de acontecimientos jalonan in crescendo esta travesía pascual de la Madre, como un proceso purificador, para llegar a la maternidad espiritual y universal. En este singular proceso pedagógico, encontramos otro suceso con relieves particularmente intensos, en Caná de Galilea. La boda era la fiesta cumbre en la vida familiar judía. 

En el caso presente, asistía Jesús con sus discípulos; estaba también presente María. Posiblemente eran parientes. La Madre permanecía atenta a todos los detalles para que la fiesta acabara satisfactoriamente. La celebración duraba varios días. En un momento dado, la Madre advirtió que faltaba el vino. Quiso solucionar por sí misma el descuido de manera delicada e inadvertida. Tomó el atajo más corto y directo, y aproximándose a Jesús, le notificó lo que ocurría.

 Y en la información iba, latente y humilde, un ruego: soluciona, por favor, este impasse. La respuesta de Jesús fue extraña y lejana. Aquello sonó como cuando una nave se quiebra por la mitad. María se le había aproximado con la seguridad de estar en comunión humana con Jesús y de conseguir un favor: era el ruego de una mamá. Cristo levanta la muralla de la separación comenzando con la fría palabra «mujer»

Nosotros dos no tenemos nada en común, somos extraños (Jn 2,4). Por mucho que se quiera paliar la aspereza de la respuesta no se puede soslayar, según los mejores autores, la dureza de las palabras. Sin embargo, si el episodio hubiera sido poco edificante nunca el evangelista lo hubiera consignado. Hay, pues, aquí una gran enseñanza escondida en el fragor de esta escena.

 En un análisis profundo del contexto, si tenemos presente el hecho de que al fin y al cabo Jesús accedió al ruego de la Madre, el hecho de que se le advierte a María que no se impaciente porque todavía no llegó la hora, el episodio podría tener —en su conjunto— más solemnidad que frialdad, dice Lagrange.

 Así y todo, el sentido natural de las palabras del versículo 4 (Jn 2,4), según los mejores autores está en la misma línea de la reflexión que estamos desenvolviendo aquí: querida Madre, la voluntad de la «carne» no puede determinar mi hora, sino la voluntad de mi Padre, hemos entrado en la era de la fe y del espíritu. Gechter dice: «Es casi imposible afirmar que «mujer» reemplace a «madre». Más bien la desplaza. Jesús ha pospuesto conscientemente las relaciones naturales que le ligaban a su madre, al no haberlas querido tener en cuenta. Jesús quiere decir, ante todo: tú, ahora, como madre mía terrenal, no entras en escena; no tienes ningún influjo sobre mí y sobre mi actuación» .

 Los tres sinópticos consignan el hecho como un nuevo golpe psicológico. Fue la Madre a buscarlo, seguramente para atenderlo, porque el Señor no tenía ni tiempo para comer (Me 3,20). Era en Cafarnaúm. Marcos dice que Jesús estaba dentro de una casa enseñando, y la casa estaba repleta de gente, de modo que la Madre, con sus familiares, no podía aproximársele. 

La Madre le envió un aviso que le pasaron a Jesús: Maestro, aquí está tu Madre, que pregunta por ti. Y Jesús trasciende de nuevo el orden humano, y levantando la voz —de tal manera que la Madre podía escucharlo perfectamente— pregunta: ¿Mi madre? ¿Mis hermanos? 

Y extendiendo su mirada sobre los que lo rodeaban afirma: Estos son mi madre y mis hermanos. Y no solamente éstos. Todo aquel que cumple la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano y mi madre (Mt 12,46- 50; Lc 8,19-21; Me 3,31-35). ¿Conflicto? ¡No!

 ¿Desestimación de su Madre? ¡No! Era un nuevo capítulo en el éxodo purificador y transformante hacia una maternidad universal. María concibió a Jesús en un acto de fe. Su vida entera, como hemos visto, fue un cumplir la voluntad del Padre con una perfección única, repitiendo siempre su hágase.

 Fue entonces doblemente Madre de Jesús. En otra oportunidad —¿estaría presente María?—, cuando Jesús terminó de hablar, una mujer en medio de la multitud levantó la voz con gran espontaneidad: ¡Qué feliz debe ser la mujer que te dio a la luz y te amamantó! 

Y Jesús, tomando vuelo una vez más por encima de las realidades humanas, replica: ¡Mucho más felices son los que escuchan la Palabra y la viven! (Lc 11,27). ¿Qué dice Lucas en otra parte? En dos oportunidades (Lc 2,19; 2,51) el evangelista consigna que María escuchaba, guardaba y vivía la Palabra.

 Entonces, María es doblemente bienaventurada: por ser Madre y por vivir la Palabra. La Madre recorrió esta desolada vía dolorosa vestida de dignidad y silencio. Estuvo simplemente magnífica. Nunca reclamó, no protestó. En otro lugar analizamos, en sus pormenores, ese comportamiento. Cuando no entendía algunas palabras, las guardaba en su corazón y las analizaba serenamente.

 A las escenas ásperas, respondió con dulzura y silencio. Nunca se quebró. En toda la travesía mantuvo la estatura y elegancia de esos robles que, cuanto más combatidos son por el viento, tanto más se afirman y se consolidan. Fue comprendiendo, paso a paso, que la maternidad en el espíritu es mucho más importante que la maternidad según la carne. 

 En este sentido, y por este camino, se comprende también el profundo parentesco que se establece entre la maternidad virginal y la virginidad fecunda. Los que toman en serio la voluntad del Padre despliegan todos los prismas de la consanguinidad, dice Jesús: son, al mismo tiempo, madre, esposa, hermano... María, al vivir en el espíritu y en la fe y no según la carne, adquirió derechos de maternidad universal sobre todos los hijos de la Iglesia que nacen del espíritu. La virginidad es una maternidad según el espíritu, y es en la esfera del espíritu donde se desarrolla su fecundidad. 

Y así como la fecundidad de la maternidad humana se encierra en unos límites, la maternidad virginal abre su fecundidad hacia la universalidad sin límites. Por eso, María es figura de la Iglesia que es, también, virgen fecunda.